Madurar supone mudar de piel. Una, dos, tres veces, incluso más en la vida. Madurar radica también en reconocerse en quien fuimos y reconciliarse con lo que uno es y con lo que nunca llegará a ser.
Saquemos a limpiar, aireemos de vez en cuando esos “yo” en desuso. La niña revoltosa, la inquieta y llena de esperanzas e ilusiones, la rebelde adolescente, la insatisfecha, la ilusionada. Aquélla con tantas y tantas ansias por aprender.
Abrir los desvanes de la memoria es un sano ejercicio de introspección, de conocimiento de uno mismo. Otra manera de las muchas que hay de amarse y tratar así de ser más optimistas y conformistas. Un poco más felices.
Pero no llevarlos al contenedor, una vez limpios como los chorros del oro, como “una patena”, (si, también se disfruta con estos quehaceres cotidianos) y oxigenados, dejarlos bien aparcados, que dormiten siempre en nuestro interior.
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