mercredi 25 août 2010

vendredi 6 août 2010

Siesta.. ¿fiesta?


Estrenamos el mes de la siesta. Penumbra amarilla en el cuarto. La brisa calcinada, que apenas mece los visillos, huele a melón maduro. La casa dormita. Un velo de irrealidad cubre los muebles. La cabezada tras el almuerzo es una de las grandes aportaciones del mundo hispano a la cultura occidental, junto con el concepto de macho y los trabucazos emboscados de la guerrilla.

Existen diversas modalidades. La de sofá, botón desabrochado y película del oeste con arbustos rodantes. La llamada siesta del carnero o del canónigo es aquella que se practica antes de la comida del mediodía.

La más ortodoxa de las variantes, la que dormía Cela, exige cama y una duración épica, aunque adolece del inconveniente de que quien la ejercita se levanta desnortado, sin referencias temporales y con la cabeza embotada, de suerte que resulta un pésimo compañero para la partida de dominó de la tarde. ¡Ah, el sonido de revolver las fichas sobre el mármol!

Churchill fue un firme defensor de la siesta. Se acostumbró a ella (y a los habanos) en Cuba, adonde el Gobierno británico lo envió en calidad de observador poco antes del desastre del 98. Se acostaba tras la sobremesa incluso durante la segunda guerra mundial porque, decía, le ayudaba a afrontar las responsabilidades y convertía una jornada en dos.

Otro tanto le sucedía a Patricia Highsmith: cada vez que se atascaba en una trama detectivesca, un sueñecito le despejaba la mente. Este tipo de siesta, puro calvinismo anglosajón, es la más azarosa de las subespecies por lo que les cunde el día a sus adeptos. Está especialmente contraindicada para algunos obispos, ciertos jueces y pirómanos.